Hace diez días vi a Rusos Blancos en El Sol, en Madrid. Debo confesar que era una profana total: No conocía su estilo, ni sus canciones, ni a sus componentes. Pero algo tendrán si este fin de semana he vuelto a La Ley Seca de Zaragoza para disfrutar de su espectáculo de nuevo.
Ese algo, en mi caso, son las letras. Es esa delirante sensación de estar en el concierto contemplando el look indie-nerd de Manu, el vocalista, y pensar: “no es posible que haya dicho `Nos enamoramos en la clínica de venéreas´, lo habré entendido mal”. Pero llegas a casa, lo compruebas y efectivamente, esa es la bucólica cita en un paraje incomparable de la que habla la canción.
Y no defraudaron. Empezaron con “Hogareña”, que cuenta la historia de unos calcetines de segunda mano, o mejor dicho, de segundo pie. Así continuaron presentando los temas de su nuevo trabajo “Tiempo de Nísperos”.
El público prestaba atención a cada palabra, sabían que ahí estaba la clave. Eso llamó la atención de Manu que comentó: “No estamos acostumbrados a un público respetuoso, normalmente la gente habla de sus cosas”. No tuvieron más que decirlo, yo soy muy bien mandada: me puse a preguntarles a los desconocidos de mis alrededores si ya llevaba la boca en plan Marilyn Manson gracias al vodka negro (sí, bebo en horas de trabajo, ¿entendéis ahora porque mis crónicas no tienen sentido?).
Lo que sí echamos de menos respecto al concierto de Madrid, fueron los nísperos a los pies del escenario. El cantante lo arregló haciéndonos otra oferta: “Si a alguien le da un bajón de azúcar, tenemos aquí una bolsa de frutos secos del supermercado de aquí al lado”. Entre la ley seca, los frutos secos y el énfasis con el que coreamos cada estribillo, nuestra garganta no salió muy beneficiada.
Tras este amable ofrecimiento, el grupo siguió dándonos consejos en forma de canción “Nada pasa por amar, pero tiene que ser a mi”. Todo acompañado de golpes de pandereta y del particular ritmo de baile del vocalista. Y por supuesto de la dulce y melodiosa voz de Laura a los coros, que nos emocionó a todos.
Pero a pesar de la enorme calidad del grupo y del conciertazo que se marcaron, no pasaron inadvertidos los estragos que la crisis les ha provocado: A cada canción, los componentes de la banda le preguntaban al cantante que cuál era la siguiente. A lo que él respondió “Les haces el setlist a mano y no lo entienden, ¡qué lo hagan ellos!”. Efectivamente, a mano y en una hojita de libreta de bolsillo: Tres puntos por encima de “discreto” y solo uno por debajo de “ilegible”. Incluso mi abuela hace la lista de la compra en un papel más elegante. Pero bueno, se les perdona porque todo forma parte de su particular universo de bromas antisemitas y carreras de lesbianas…
Le tocó el turno a “Dudo que el amor nos salve” (¡Esta, esta es la mítica de la clínica de venéreas!), cuya cadencia y ritmo sosegado marcamos todos los asistentes casi de forma inconsciente. Nos vimos inmersos en una espiral de cambios de tempos y de ideas surrealistas.
Como explicó Manu, se ahorraron el paripé de los bises: “ya sabéis, eso de escondernos ahí detrás y volver”. A pesar del encanto que tiene todo el garito, lo que él llamó “ahí detrás” vienen siendo los váteres. ¡Ojo! Que yo he hecho varias fotos instragram del papel rockero de la pared de los mismos, pero por muy monos que sean, no cabían los cinco.
Así que nada, se lanzaron con el ya clásico Supermodelo que todos entonamos cual himno y bailamos sin mover los pies, tal y como hacen las chicas indies. Seguidamente, nos sorprendieron improvisando “Tus padres, tu novio, tú y yo” de su primer disco. Y se despidieron con el ritmo zigzagueante de “Orfildal y caballero”.
Fue un cóctel perfectamente diseñado, breve pero intenso. Nos dejó el sabor de esos licores que pasan rápido, pero cuya estela queda impresa en nuestra garganta y grabada en nuestra mente, para bien o para mal (porque si queréis declararle vuestro amor a alguien, hacedlo a la vieja usanza, no escribáis puta en su puerta, por si acaso…).