
Si ya has leído alguna crónica sobre la gira de Heartbreaker, probablemente no vayas a leer nada nuevo en estas líneas. A estas alturas, se han escrito ríos de tinta sobre el paso de Ryan Adams por nuestro país la pasada semana y, sin duda, ha quedado clara la incomprensión general del publico patrio sobre el arte y su desarrollo en esta nueva faceta de Adams.
Después de 8 años sin tocar en España y ataviado como el Dr. Henry Jones, salía al escenario luciendo bastón en lugar de paraguas y saludaba afable. Este gesto, tan simple, en el que miraba de cerca a la primera fila y luego se detenía a observar de abajo a arriba la escena del teatro, revelaba que el telón que separaba audiencia de artista acaba de desplomarse. Si Ryan peca de algo, además de ser un genio de la música, es de ser una persona bastante excéntrica e impulsiva y, como tal, desarrolla sus espectáculos en función de lo que a él mismo le apetece cada noche. Tras esa salida, invitaba también a los fotógrafos a subir tras él para fotografiar lo que según sus propias palabras era lo más importante de la noche: su público. Algunos ya lo tomaron como un desafío a lo establecido y comenzaron los murmullos de asombro.
La escena estaba dispuesta como si del salón de su casa se tratase, con la luz tenue de varias lámparas de pie, alfombras, el perchero, piano, sus guitarras y él situado en el centro para que no perdiéramos detalle. La sensación desde que volvió a los escenarios es que nos está invitando a algo íntimo. Puede que por eso le molesten tanto las recurrentes grabaciones con los teléfonos móviles, alguno incluso con flash, que, dicho sea de paso, el lunes estuvo a punto de dejarnos a todos sin concierto. Es de dominio público que el artista americano padece Síndrome de Ménière y los fogonazos deslumbrantes pueden causarle severos mareos. Dónde está la línea que divide la afección real y la animadversión por los teléfonos, lo dejamos a la impresión de cada uno, pero la realidad que sí podemos afirmar es que nos hemos acostumbrado a normalizar esta falta de respeto no solo a los artistas sino también al resto de los asistentes a los conciertos. Hay momentos que son mucho más valiosos para nosotros que para subir a Instagram el vídeo de turno que atraerá la atención de tu vecina o tu amigo del colegio.
El set estaba compuesto en dos partes. La primera destinada prácticamente íntegra a revisitar el disco al que se rendía homenaje, Heartbreaker. Con la excepción de Come Pick me Up. A lo largo de los años, ha dejado claro que esta canción es una de sus favoritas y, por lo tanto, la reserva para lo que él considera un momento álgido. En el caso de esta gira, la usa como broche para cerrar el show. Numerosas referencias a su familia, especialmente a su hermano Chris, a sus gatos y al Nueva York de la época del lanzamiento del disco hicieron que considerásemos que en realidad no era un bloque de canciones, era más bien una charla en la que las canciones se sucedían. Puede que la salida de tono más evidente fuera la pedida de matrimonio de una pareja de fans a los que subió al escenario y permitió sentarse a su lado durante Call Me on Your Way Back Home.
Tras un breve descanso y una petición de silencio para atesorar el momento junto a sus fans que no fue no respetada, llegaba la segunda parte del concierto. Continuaba la insistencia de romper la magia del momento con las reiteradas peticiones a voz en grito desde todos los ángulos de la sala.
Si eres habitual de los conciertos de Ryan, ya se podía intuir que no iba a ser nada nuevo en el horizonte. Versiones, con las que se divierte muchísimo y que le ayudan a cambiar el set list cada noche y esa fijación suya por intentar cambiar las canciones hasta el punto de que solo se pueden reconocer a través de la letra como fue el caso de New York New York o Gimme Something Good. Para que nadie dudara ,por su engalanada forma de vestir, que había abandonado el rock and roll, pedía a su backliner y a su tour Manager que le acompañaran a la batería y al bajo respectivamente, en un formato semi eléctrico en el que el ampli estaba completamente a tope. Obviamente fue una demostración perfecta de que el hábito no hace al monje.
Terminaba el set dejando a un asistente situado en el palco superior decidir entre Firecracker o When the Stars Go Blue. Marcelo, así se llamaba, eligió la segunda opción y al resto no nos quedó más remedio que aceptar resignados. Solo nos quedaba ya Come Pick me Up para demostrar por qué la sitúa al final. Algo tan perfecto no puede desmerecerse.
Si hubo algo único y completamente impensable en Madrid, que no habíamos presenciado en otros conciertos en este formato, ni siquiera en Barcelona, era que Ryan se prodigó firmando autógrafos al final del concierto, dando manos y dejando entrever que se había sentido más que cómodo.
Por supuesto, en un país en el que todos somos los mayores expertos musicales, mientras abandonábamos el teatro, escuchábamos muchísimo sentimiento de juicio. Ni eso fue suficiente para empañar la felicidad que sentíamos por haber vuelto a disfrutar de la música de Ryan en directo sin tener que coger un avión para ello. Nos vemos en la siguiente parada.